ORAR CON LA BIBLIA

Meditación de fin y principio de año
― por Francisco Quijano OP

El Prólogo del Evangelio de San Juan (1,1-18) se proclama en la liturgia solo en dos ocasiones: el 25 de diciembre en la tercera misa, Misa del Día de la Natividad; y el 31 de diciembre en la última misa del año.

¿Cómo es este pasaje único en toda la literatura del Nuevo Testamento? Es probablemente un himno primitivo que fue modificado y glosado por el autor del evangelio. Se presenta como una obertura que anuncia y envuelve el sentido último de la narración acerca de los signos que realizó Jesús, de los discursos que los acompañan, del relato de la pasión y de las viñetas sobre las manifestaciones de Jesús resucitado.

El Prólogo es de por sí un gran arco inclusivo entre dos extremos, los versos 1 y 2, y el verso 18. Veamos estos dos extremos como meditación de fin y comienzo del año.

En extremo del origen, se evoca el misterio insondable de la Divinidad: «Al principio existía la Palabra». Es un eco del primer verso de las Escrituras en el libro del Génesis (1,1): «Al principio Dios creo el cielo y la tierra».

La diferencia en estas evocaciones de dos misterios es esta: en el Génesis se presenta al Dios Creador, porque trata de la generación de las criaturas.

En cambio, en el Prólogo, se insinúa oscuramente el misterio inabarcable de la Divinidad: Palabra junto a Dios que estaba con Dios que era Dios.

Un verso marca la diferencia radical entre la Palabra junto a Dios que era Dios y todo lo demás que vino a la existencia por la Palabra y sin ella nada de lo que existe existiría.

Palabra Creadora, Dios Creador) – diferencia infinita – (criaturas, cosmos, universo. Esa es la diferencia radical, el carácter incomparable entre ambos extremos. Palabra Creadora) (criaturas = diferencia infinita.

Esa es la razón por la cual se dice en el verso 18: «Nadie jamás ha visto a Dios». Dios sobrepasa todo esfuerzo humano por alcanzarlo y reducirlo al tamaño de nuestras aspiraciones y conceptos.

En el extremo de destino, se evoca a la Divinidad, incomprensible, inabarcable, inalcanzable por nuestras capacidades humanas, narrada ahora por la Palabra, Hijo Único, Dios, a la manera humana, como historia de un hombre: Jesús.

Un verso clave del himno da la razón de por qué la Divinidad inalcanzable se ha puesto a nuestro alcance: «La Palabra se hizo carne y habitó –puso su tienda– entre nosotros». Misterio de la Palabra-hecha-carne.

En la Palabra-hecha-carne, contemplamos la gloria que recibe del Padre como Hijo Único. En la Palabra hecha carne, Dios que es amor fiel –gracia y verdad– se acerca a nosotros. De la plenitud de vida de la Palabra hecha carne, recibimos gracia sobre gracia, sobreabundancia de amor fiel.

En el extremo del origen, la humanización de Dios. En el extremo del destino, la deificación de la criatura humana. La Palabra, Dios, sin dejar de ser Dios, se humaniza. La criatura humana, sin dejar de ser criatura, es deificada por gracia.

Santo Tomás de Aquino razona así: «El don de la gracia excede toda capacidad de la naturaleza creada, puesto que no es otra cosa sino participación de la naturaleza divina… De modo que, necesariamente, solamente Dios deifica, al comunicar la comunión con la naturaleza divina, mediante una participación semejante a ella» [Suma de teología I-II q 112 a 1].

La prenda y garantía de nuestra deificación es la deificación de la realidad humana en carne mortal de Jesús, hijo de María, al vencer a la muerte por su resurrección.

Nuestra deificación se consuma al contemplar a Dios en la vida bienaventurada de la resurrección final.

Isaías Segundo (52,7-10) exclama con asombro y complacido una noticia que corresponde, históricamente, al regreso de los exilados en Babilonia a su tierra natal, Palestina. Ese acontecimiento memorable ocurrió hacia el año 538 o 537Ac.

Esa misma exclamación cobra un significado inusitado y trascendente como lectura de la Misa del Día de Navidad: «¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz, al mensajero que trae la buena nueva, que pregona la salvación, que dice: ¡Tu Dios es Rey!»

La Carta a los Hebreos (1,1-6) comienza con una reflexión que dilucida cabalmente todo el significado trascendente que encierra la persona de Jesús, sus acciones, sus palabras, la entrega de su vida al Padre y a la humanidad: Dios habló de muchas maneras en el pasado, ahora nos habla por su Hijo. San Juan de la Cruz comenta:

«El que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad.

»Porque le podría responder Dios de esta manera: ―Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que no sea más que eso? Pon los ojos solo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pide y deseas» [Subida al monte Carmelo II, 22, 3-4).