La Leyenda del Gran Inquisidor de Feodor Dostoievski (1821-1881) es fuente de significados inagotables de notable actualidad. Invitamos a leerla (Los Hermanos Karamázov, II Parte, Libro V, Capítulo V). Aquí unas pautas.
Iván cuenta a su hermano Aliocha la leyenda. Jesús se aparece Sevilla, siglo XVI, en vísperas de un auto de fe. La gente lo reconoce. También el Gran Inquisidor, que ordena apresarlo. Por la noche lo visita en las mazmorras del Santo Oficio, haciendo las veces de «Satanás», el adversario, para acusarlo.
Jesús rechazó las tres tentaciones para reivindicar la libertad y, con ella, la dignidad de la perona. Jesús quiso granjearse a una humanidad libre en la fe. Ese fuera su craso error, un autoengaño. Esta humanidad no quiere ser libre sino feliz. Él le ofreció libertad, ella quería librarse de la carga de ser libre. Sigue aquí un sumario de las acusaciones del Gran Inquisidor en sus palabras.
—¿Tienes derecho a revelarnos uno solo de los secretos del mundo de que vienes? —pregunta el anciano, y responde por él—: No, no tienes este derecho, pues tu revelación de ahora se añadiría a la de otros tiempos, y esto equivaldría a retirar a los hombres la libertad que tú defendías con tanto ahínco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya que parecerían milagrosas. Y tú, hace quince siglos, ponías por encima de todo esta libertad, la de la fe.
—El terrible Espíritu de las profundidades, el Espíritu de la destrucción y de la nada, te habló en el desierto, y la Sagrada Escritura dice que te “tentó”. ¿No es verdad? ¿Se podía haber dicho algo más agudo que lo que se te dijo en las tres cuestiones o, para usar el lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que tú rechazaste?... Pues en ellas se resume y se predice toda la historia futura de la humanidad. En estas tres cuestiones están condensadas todas las contradicciones indisolubles de la naturaleza humana.
—¿Decide quién tenía razón, si tú o el que te interrogaba? Acuérdate de la primera tentación, no de las palabras, sino del sentido. Quieres ir por el mundo con las manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en su estupidez y su ignominia naturales, no pueden comprender; una libertad que los atemoriza, pues no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres.
—Si te hubieras prestado a realizar el milagro de los panes, habrías calmado la inquietud eterna de la humanidad —individual y colectivamente—, a saber: ¿ante quién tiene uno que inclinarse? Pues no hay para el hombre libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento. Pero el hombre sólo quiere doblegarse ante un poder indiscutible, al que respeten todos los seres humanos con absoluta unanimidad.
—¿Olvidaste que el hombre prefiere la paz o incluso la muerte a la libertad de discernir el bien y el mal? No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso… Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad. Deseabas que se te amara libremente, que los hombres te siguieran por su propia voluntad, fascinados.
—Otra vez te forjaste una idea demasiado elevada del hombre, pues los hombres son esclavos aunque hayan nacido rebeldes. Examina los hechos y juzga. Después de quince siglos largos, ¿a quién has elevado hasta ti? Te aseguro que el hombre es más débil y más vil de lo que creías. En modo alguno puede hacer lo que tú hiciste.
—¿Viniste al mundo sólo para los elegidos? Esto es un misterio para nosotros, y tenemos derecho a decirlo así a los hombres, a enseñarles que no es la libre decisión ni el amor lo que importa, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso contra lo que les dicte su conciencia. Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormentaba.
En el juicio de Jesús hay un efecto teatral sorprendente: el Gran Inquisidor interroga, responde, acusa; Jesús calla. No es tragedia, no es drama: es montaje teatral, una escena cargada con la retórica desbordante del cardenal; en una película podría ser una acumulación abigarrada de escenas de la vida humana en distintas épocas. El efecto clave de esta representación es el silencio de Jesús. No dice nada ni lo intenta ni tiene la oportunidad de hacerlo: la retórica del cardenal lo llena todo. ¿Qué significa esto?
En las tentaciones, Jesús respondió con escuetas palabras de las Escrituras. Ante el Sanedrín y ante Pilato, respondió cuando debía, luego guardó silencio. En la cruz no habló más con sus acusadores. Habló con su Padre, con sus amigos, dijo palabras de perdón. ¿Qué misterio encierra este silencio de Jesús?
Es el misterio de la aventura de nuestra libertad. Del silencio de Jesús, del beso que da al inquisidor, brota el manantial de significados de la leyenda, que continúa así.
—¿Cómo termina tu poema?—preguntó Aliocha con la cabeza baja—. ¿O acaso ya no ocurre nada más?
—Sí que ocurre. He aquí el final que me proponía darle. El inquisidor se calla y espera un instante la respuesta del preso. Éste guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no responderle, sin apartar de él sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo habría preferido que él dijera algo, aunque sólo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto, el preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: ¡Vete y no vuelvas nunca, nunca! Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas. El preso se marcha.
Marzo 2014
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