La “alegría del Evangelio“, expresión bien conocida por ser el título de la primera exhortación apostólica del papa Francisco (24/11/13) en la clausura del Año de la fe, es mucho más que una expresión feliz de las tantas a las que ya nos tiene habituados este papa en poco más de un año de su pontificado. Es la expresión de la alegría del Reino. En otras palabras, decir alegría del Evangelio es decir alegría del Reino, y el Reino es la realización humana por antonomasia, la más plena y total a la que puede aspirar el ser humano, el tesoro y la perla que polarizan totalmente a quien los descubre, de modo que en su adquisición empeña todo su ser, vendiendo literalmente todo lo que tiene por conseguirlos. Y es que no hay realización superior, y por tanto alegría más grande. Es la alegría de las alegrías, la felicidad por excelencia. Porque es lo único necesario, lo único que importa. Y no porque en orden jerárquico moral sea lo más valioso e importante, sino porque en el orden de lo real es literalmente lo único, lo es todo. En efecto, bien visto, es lo único real, la realidad de la realidad, y, al ser lo único real, lo es todo.
El Reino es lo que somos y lo que es todo y, por tanto, algo muy anterior a toda expresión religiosa y, en este sentido, incluso no religioso. Aquí también se cumple lo que se dice del lenguaje humano, aquello de que el poema fue antes de la prosa y la creación artística en general o ficción fue antes que la descripción. El Reino es lo que hemos conocido como experiencia espiritual. Algo profundamente humano y solamente humano, eso sí, plenamente humano. Tan plena y totalmente humano, tan plena y totalmente real, que no se puede describir ni conceptualizar, no se puede representar ni imaginar. Si así fuera, esto supondría que el Reino se puede conocer como un sujeto conoce un objeto, y no se puede. Solo se puede conocer experiencialmente, haciendo y viviendo su experiencia. Una experiencia en la que no hay sujeto y objeto, en la que no hay dualidad, solo unidad, porque la experiencia no solo es envolvente, lo es todo. De ahí que no se pueda expresar, describir ni conceptualizar, porque es literalmente inefable. Sólo se puede sugerir, apuntar hacia ello, invitar e incitar a hacer y vivir su experiencia. Y ello y siempre de manera simbólica. Como hizo Jesús en sus parábolas. Es bien sabido como Jesús nunca definió o conceptualizó el Reino. No pudo hacerlo. El simple intento hubiese significado su negación. Y el mismo comportamiento encontramos en todas las grandes tradiciones espirituales, en todas las verdaderas espiritualidades, independientemente de las categorías que en cada cual y de acuerdo a su cultura y/o culturas utilicen para ello.
Las categorías que utilizó Jesús fueron bien expresivas. Además de la categoría del “Reino“, y de su omnipresencia como realidad –«el reino está en medio de ustedes»–, fue profundamente alegre, como no podía ser menos, la manera de anunciarlo, como “evangelio“, es decir, como buena noticia, como buena nueva. La noticia por excelencia. Porque no hay otra mayor. Y por su naturaleza es siempre nueva: el Reino como plenitud y totalidad aquí y ahora. Como fue también profundamente rica la manera de presentarlo como un tesoro y una perla, el tesoro más grande y más valioso que cabe concebir. Pero quizás resultan más expresivas aun las categorías que utilizó para expresar su presencia en todos los nichos de la existencia humana, incluso en aquellos que parecen negarla: en las situaciones de pobreza y de dolor, de sufrimiento y de atropello. Pensando en los seres humanos haciendo la experiencia del Reino en esas situaciones dijo y reiteró el “felices“ y “dichosos“ de las Bienaventuranzas: felices los pobres, felices los que sufren, felices los perseguidos, felices los mansos, los que lloran,…, felices, felices. Y pudo enseñar también: al que te golpee en una mejilla ofrécele la otra, al que te pida la túnica dale también el manto, si alguien te obliga a llevar la carga llévasela el doble más lejos, dale al que te pida algo, preferentemente si no te lo puede devolver, ama a tus enemigos y ora a Dios por quien te persigue. Y si actúan así, felices, dichosos, felices. Un mundo verdaderamente nuevo y realmente al revés.
Este fue el gran tesoro que él descubrió, la gran perla que encontró y compró. Y desde que los descubrió esta fue su vida y su enseñanza. No tuvo otra ocupación ni misión. Y esta fue su alegría, la del Reino. Y es que la alegría del Evangelio no es otra que la alegría del Reino, y esta la alegría de la realización plena y total aquí y ahora, en toda situación por inhumana que sea. La única alegría capaz de anunciar y construir un mundo nuevo porque lo trae dentro, en su experiencia, bajo la forma de muerte al ego, gratuidad plena y total, y servicio incondicional a todos y a todo. Seres duales como somos pero llamados a la unidad, se nos abren dos caminos de realización humana y social: el que parte de nuestro ser interesado, dual, egocentrado, que no es verdadera realización; y el que parte del ser unitario, trascendente y pleno que también somos o, más bien, que realmente somos. La alegría del Evangelio es la nota de este segundo camino, la nota del Reino, de la posibilidad de la realización humana plena y total aquí y ahora.
Domenico Fetti (h. 1589-1623) Parábolas de la dracma perdida y la perla preciosa
Abril 2014
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