ORAR CON LA BIBLIA

Jeremías: profeta habitado por Dios
— por Carmenza Avellaneda Navas

Leer e interiorizar el libro y la vida de Jeremías desde la clave “del orante” resulta difícil, y desde otra perspectiva fácil, porque toda su vida y misión se realizan en diálogo permanente con Dios.

Jeremías poeta, místico, profeta

«Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones». Yo respondí: «¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven». El Señor me dijo: «No digas: «Soy demasiado joven», porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor–». El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (1,5-10).

El llamado de Dios. Así comienza la conversación del joven Jeremías con Yahvé, se fía del Él aunque más tarde se quejará. Este diálogo no se interrumpirá durante los cuarenta años de su ministerio. Jeremías comprende su precioso poder, que es el poder de la oración. Las dudas, los misterios de Dios, no son sino signos y formas del lacerante llamado que Dios le hace para que, por la oración, le ayude a decidir, reparar, clarificar (12,1-2).

Maltratado con su pueblo por acontecimientos trágicos, se mantiene firme. Interpreta, a la luz de sus diálogos con Yahvé, el drama en el que se ve implicado. Es modelo de fidelidad a la Palabra que Yahvé le comunica en vista de su pueblo; hombre comprometido con su realidad, lector clarividente de la historia, escruta el escenario en el que vive bajo la guía del Espíritu.

Súplica y lamentación se hermanan, Jeremías carga el dolor del pueblo rebelde: ¡Si nuestros pecados atestiguan contra nosotros, obra, Señor, a causa de tu Nombre! Señor, esperanza de Israel, su salvador en el tiempo de la angustia: ¿por qué te comportas como un extranjero en el país o como un viajero que sólo acampa para pernoctar? Pero tú, Señor, estás en medio de nosotros… ¡no nos abandones! Oh Dios nuestro, solo en ti esperamos! (14,22).

Los veintitrés primeros años de su misión profética son una vigilia de oraciones ardientes: ¡Préstame atención, Señor, y oye la voz de los que me acusan!  Recuerda que yo me presenté delante de ti para hablar en favor de ellos, para apartar de ellos tu furor (cfr. 18, 19-20).

Dios no es un Dios escondido, pero es misterioso y lejano. Con Jeremías los hombres alaban y contemplan el Rostro de Dios: El Señor es el Dios verdadero, un Dios viviente y un Rey eterno. (10, 10)

Madurez del profeta. Jeremías ora perseguido, en la oscuridad, la angustia, que frecuentemente lo habitan. Cuando es enviado al calabozo, las tinieblas interiores lo rodean, la angustia y el dolor lo invaden y se hacen clamor: imprecaciones, oraciones y gritos. ¿Por qué esta vida, por qué estas penas y tormentos inútiles? Esta experiencia produce una verdadera explosión:

Oía los rumores de la gente: «¡Terror por todas partes! ¡Denúncienlo! ¡Sí, lo denunciaremos!». Hasta mis amigos más íntimos acechaban mi caída. ¡Maldito el día en que nací! ¿Por qué salí del vientre materno para no ver más que pena y aflicción, y acabar mis días avergonzado? (20, 10.14-15.17-18).

En esta elegía pone todas sus angustias y sufrimientos, una noche en prisión, de combate como lo fuera la de Jacob junto al torrente Yaboc (cf. Gn 32,24-32):

¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido! Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí. Porque la palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día. Entonces dije: «No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre». Pero había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía (20,7-9).

Jeremías no sabe si alegrarse o lamentarse de que Dios en su amor lo haya forzado. Dios le reprocha y le alienta. Cuando sale de la prisión, deslumbrado por tanta luz recobrada, ebrio de la vida reencontrada, exclama: ¡Canten al Señor, alaben al Señor, porque él libró la vida del indigente del poder de los malhechores! (20,3). Entre sufrimiento y gozo, alcanza su madurez; liberado del pozo, será capaz de abandonarse en perfecta serenidad a sus perseguidores. El Señor viene en su ayuda y él continúa en las manos de su Dios.

Orante en acción. Jeremías ora en la acción. Está a la escucha de Dios, habla como profeta, pero también realiza los signos que él le indica: el yugo que debe cargar, el jarro que debe romper, la cinta que se pudre y sobre todo su celibato. Hable o calle, duerma o esté despierto, viva o muera será profecía permanente (16, 1-2). Su celibato es el signo de la infecundidad del pueblo. Ejecuta escenas en las que la plasticidad se impone sobre las palabras.

Su intimidad con Dios le permite afirmar: El Señor me enseñó y me hizo comprender su proceder (1,18). Amor de intimidad compartida y de esperanza de futuro: Tengo para ustedes proyectos de prosperidad, les daré un porvenir y una esperanza (29,16). Podrá pronunciar estas palabras: Se me parte el corazón en el pecho, se aflojan todos mis huesos; soy como un hombre borracho, como un hombre vencido por el vino, a causa del Señor y a causa de sus santas palabras (23, 9).

Jeremías es un profeta orante atento a la realidad, en comunicación con su Señor, haciendo el camino de identificación y encuentro con su pueblo, porque Jeremías es un profeta habitado por la presencia de Dios.

 

 

Septiembre 2015