El Salmo 104 canta magníficamente las alabanzas al Dios Creador. Tiene una inspiración remota: el Himno al Dios Sol, una pieza poética egipcia del siglo XIV aC, atribuido al soberano Akenaton. En una de sus estrofas, dice así a propósito de los seres vivos que habitan la tierra:
Les retiras el aliento, y expiran,
y vuelven a ser polvo;
envías tu aliento, y los creas,
y repueblas la faz de la tierra.
Es una expresión viva, intuitiva, certera de la fragilidad de todo ser viviente en la faz de la tierra. Los animales carentes de razón tienen un instinto de conservación que les permite sortear peligros. Pero no escaparán de la finitud de la que están hechos: volverán a ser polvo.
Nosotros, animales dotados de razón, ¿tenemos ese instinto de conservación igual que nuestros pares en animalidad? En un sentido, puramente animal, lo tenemos: reaccionamos apartando la mano del fuego, esquivamos golpes súbitos.
Pero en ocasiones ese instinto es perturbado por una especie de autosuficiencia: sentirnos exentos de fragilidad. Es la arrogancia de creerse dueño de la propia vida.
Creemos hacer uso de razón para emprender aventuras con arrojo. Y lo que puede suceder es que estemos soslayando nuestra finitud. Prescindir de todo aquello de lo cual dependemos.
La pandemia del coronavirus ha sacado a la luz cuán dependientes somos, cuán frágil es nuestra salud, cuán vulnerable es nuestra vida, cuán cerca, a la puerta, está la muerte a punto de llamarnos.
Esta condición finita de nuestra existencia no es una tara contra la cual hemos de luchar para despojarnos de ella. Es un don extraordinario. De ella puede nacer, de hecho surge, una variedad de actitudes y acciones que solemos tener olvidadas entre los trastos inútiles.
Para sortear la pandemia y su expansión exponencial, tienes que aislarte, poner distancia entre tú y los demás. Pero este aislamiento y esta distancia son lo contrario de un egocentrismo egoísta: son el inicio seminal del cuidado de la vida ajena y de una solidaridad de mirada amplia y corazón generoso para con los demás.
El hecho de que, en medio de una pandemia, mi salud esté vinculada a la salud de los demás y dependa de la suya, me hace ver que no puedo desarrollar mi vida pensando solo en mí y en la satisfacción de mis deseos o la persecución de mis logros.
La pandemia del covid, que nos hace solidarios en la vulnerabilidad ante ese virus, sirve también para que aflore otro virus latente, autoinmune, que amenaza nuestra vida en sociedad: la insolidaridad.
Sí, vivimos en sociedad, pero actuamos sin sentido de dependencia de la gente con quien convivimos. Sí, vivimos en sociedad, pero no contribuimos a crear las condiciones requeridas para convivir. Sí, vivimos en sociedad, pero dejamos que otros se ocupen de fortalecer las instituciones de nuestra vida en común, si no es el caso de dejar que otros las deterioren.
«La democracia es un bien que todos tenemos que cuidar», han dicho los obispos de Chile en una carta reciente. Así es. La democracia actual con todo y sus defectos, el estado de derecho, las instituciones de la vida en sociedad, son una creación colectiva frágil, endeble de siglos recientes.
Si la fragilidad corporal es connatural a nuestro ser animal, la fragilidad institucional es connatural a nuestro ser social. Por eso hay que cuidarla.
No es razonable vivir en sociedad y mantenerse al margen de las condiciones que te permiten disfrutar la vida con los demás. Este es el virus autoinmune, latente, de la insolidaridad, que puede destruir nuestra vida en común.
No hace falta más que abrir los ojos en México o en Chile o en cualquier otro país para darse cuenta de los tiempos aciagos que las pandemias de insolidaridad nos deparan.
Marzo 2020
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