San Gregorio (540-604), de rica familia patricia, fue prefecto de la ciudad de Roma, se hizo monje benedictino y fue elegido papa el año 590. Esta homilía, deliciosa, fue predicada en la Basílica de San Clemente. El Evangelio es la comida de Jesús en casa del fariseo Simón, durante la cual irrumpió la mujer pecadora para prodigar todo su amor a Jesús, que relata san Lucas (7,36-50). La homilía tiene dos partes. La primera desgrana el relato evangélico para destacar la figura de la mujer desinhida que muestra todos sus galanteos a Jesús, en contraste con la frialidad y la rigidez del fariseo y sus amigos, y la ternura de Jesús que acoge a la pecadora. Y deduce una enseñanza moral para el clero de su tiempo: se debe acoger a los pecadores, no actuar como los fariesos. Hasta parece denuncia del clericalismo como las del Papa Francisco. Estos son los primeros párrafos. La homilía completa se puede leer y descargar (aquí).
«Al pensar en la penitencia de María Magdalena, mejor que decir algo, quisiera llorar; pues ¿a qué corazón, aunque sea de piedra, no movería a imitar su penitencia las lágrimas de esta pecadora? Porque ella consideró lo que había hecho y, no quiso poner coto a lo que había de hacer: ella se presentó en medio de los comensales, llegó sin ser llamada y ofrendó sus lágrimas en medio del festín. Deducid qué amor la abrasaría, cuando no se avergüenza de llorar en medio de un banquete.
»Pero esta a quien san Lucas llama mujer pecadora, san Juan la llama María; nosotros creemos que es aquella María de la que san Marcos afirma que fueron arrojados siete demonios. Y ¿qué se designa por los siete demonios sino todos los vicios?, pues como todo el tiempo se comprende en siete días, propiamente todas las cosas se significan por el número siete; por eso María, que tuvo todos los vicios, tuvo siete demonios.
»Más he aquí que se puso a mirar las manchas de su torpe vida y corrió, para ser lavada, a la fuente de la misericordia; sin avergonzarse de los convidados; porque, como ella se avergonzaba gravemente de sí misma en su interior, no creyó que hubiera exteriormente cosa que la avergonzara.
»¿Y cuál admiramos más, hermanos carísimos, el que María venga o el que la reciba el Señor? ¿Que la recibe diré o que la trae? Pero mejor diré que la trae y la recibe; porque sin duda, Él, que con su mansedumbre la recibió exteriormente, interiormente la trajo con su misericordia.
»Bien: recorriendo el texto del Evangelio, veamos también ya el orden por el que vino a ser sanada. Trajo un vaso de alabastro lleno de bálsamo, y, arrimándose por detrás a los pies de Jesús, comenzó a bañárselos con sus lágrimas, y los limpiaba con los cabellos de su cabeza, y los besaba, y derramaba sobre ellos el bálsamo.
»Es cosa clara, hermanos, que aquella mujer, mientras estuvo dada antes a las obras ilícitas, llevó consigo el bálsamo para perfumar su cuerpo; de manera que aquello que antes torpemente habla aplicado a sí, ahora laudablemente lo ofrecía a Dios; con los ojos había deseado lo terreno, pero ya, afligiéndolos por el arrepentimiento, lloraba; había exhibido sus cabellos adornando su rostro, pero ahora con los cabellos limpiaba las lágrimas; había hablado con labios altaneros, pero ya, besando los pies del Señor, los imprimía en las plantas de su Redentor. Luego, cuantos deleites tuvo, otros tantos holocaustos halló en sí. El número de sus delitos lo convirtió en número de virtudes, para que cuanto por su parte había despreciado culpablemente a Dios, todo ello sirviera a Dios en penitencia.
»Mas el fariseo, viendo esto, lo despreció; y no sólo reprochó a la mujer pecadora que vino, sino también al Señor; que la recibe, diciendo en su interior: Si éste fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando, porque es una mujer de mala vida. He ahí el fariseo, verdaderamente soberbio en su interior y falsamente justo; tacha a la enferma por su enfermedad y al médico por su acogida, siendo así que él mismo padecía la llaga de la soberbia y lo ignoraba.
»De suerte que el Médico hallábase entre dos enfermos, pero una, en medio de su fiebre, conservaba íntegro el sentido; otro, en la fiebre había perdido el sentido de la inteligencia. En efecto, aquélla lloraba lo que había hecho, pero el fariseo, ensoberbecido con falsa justicia, aumentaba lo grave de su enfermedad; así es que en su enfermedad había perdido además el sentido, puesto que también ignoraba que él distaba de estar sano.
»Pero, al hablar de esto, fuérzanos a llorar el ver que algunos de nuestro orden, adornados con el ministerio sacerdotal, si han llegado tal vez a hacer bien alguna cosa, aunque sea la más insignificante, en seguida menosprecian a los súbditos y se indignan contra los pecadores del pueblo y no quieren compadecerse de los que confiesan su culpa, y, al modo del fariseo, tienen por indigno el dejarse tocar por la mujer pecadora.
»¡Oh! cierto que, si aquella mujer se hubiera acercado a los pies del fariseo, sin duda que la habría retirado, echada a puntapiés, porque se creería manchado con el pecado ajeno; mas, por no estar en posesión de la verdadera justicia, enfermaba con la enfermedad ajena.
»Por eso es siempre necesario que, cuando veamos a cualesquiera pecadores, nos consideremos primero a nosotros como caídos en la desgracia de aquéllos, porque tal vez o hemos caído o podemos caer en cosas semejantes; y aunque es verdad que la censura del maestro debe perseguir siempre los vicios con la virtud de la disciplina, conviene, con todo, que distingamos cuidadosamente que a los vicios les debemos el rigor, pero a la naturaleza la compasión; porque, si se debe fustigar al pecador, al prójimo hay que sostenerle. Ahora bien, cuando él mismo se arrepiente de lo que ha hecho, entonces nuestro prójimo ya no es pecador, pues, al aplicarse a sí mismo la justicia de Dios, ya castiga en sí lo que la divina justicia condena».
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