La primera vez que, en una charla, se me ocurrió hablar de Jesús como «difunto», yo mismo sentí como un sobresalto. Y, sin embargo, nada más obvio y natural, nada más verdadero y realista. ¿Qué es un difunto sino alguien que ha muerto? Pero no creemos que Jesús está muerto, sino que, resucitado, está vivo en la plenitud de la vida eterna. Por eso, de entrada, nos resistimos espontáneamente a llamarle «difunto».
Jesús aparece claramente como nuestro modelo y pionero: como «el primogénito de los muertos» (Ap 1,5), texto que enlaza en la tradición paulina, la más central y reflexiva de la Biblia en este punto: «Cristo resucitó de los muertos, primicia de los que duermen» (1 Co 15,20).
Nunca meditaremos suficientemente sobre esta implicación mutua entre el destino de Jesús y el de todos y cada uno de nosotros. Si Cristo es el modelo para la comprensión del misterio de la muerte, también lo es para la comprensión de la celebración litúrgica de los difuntos. La Eucaristía es, ante todo y sobre todo, la celebración litúrgica de la muerte de nuestro hermano difunto Jesús de Nazaret.
La frase anterior en rigor debería decir: «Celebración litúrgica de la muerte y resurrección de nuestro hermano difunto Jesús de Nazaret». Así lo proclamamos en cada Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!»
Pero seamos consecuentes: eso mismo debemos pensar y decir de cada celebración de la muerte: es una celebración de muerte y resurrección de nuestro hermano o de nuestra hermana.
Aquí radica el núcleo de la celebración eucarística de la muerte. En ella celebramos uno de los grandes títulos de Dios: el que salva de la muerte, «del último enemigo» (1 Co 15,26). Aprendámoslo en Jesús, pero aprendámoslo también para todos nosotros. En la Eucaristía no pensamos en Jesús como en un muerto más, sino como en uno definitivamente vivo (Ap 1,18). De la misma manera es necesario pensar en aquél o en aquélla de quien celebramos la muerte, porque también ellos están definitivamente vivos (Jn 11,25-26).
Es necesario luchar contra una concepción vaga —de ordinario, no reflexionada y por eso mismo muy eficaz— que piensa en los bienaventurados como seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaporosa, ajenos a sus relaciones y a sus cariños.
Nada más lejos de la auténtica esperanza cristiana, que va exactamente en la dirección contraria. La primera carta de san Juan lo expresa bien: «Amigos míos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1 Jn 3,2). Ignacio de Antioquía lo dijo de una manera más contundente: «Cuando llegue allí, seré verdaderamente hombre».
El amor, libre de egoísmo, no tendrá fronteras, pero por eso mismo no será ya más neutro y anodino, sino más personalizado e intenso. Los vínculos y cariños se conservan —¡cómo no!—, pero ya no limitarán la vida o las relaciones, sino que las expandirán para gozo y alegría de todos.
Manifestar esta verdad resulta muy importante para la vivencia de esta grande y frágil esperanza. Recuerdo que muerto mi padre, mi madre solía preguntarme con espontánea sencillez: «Andrés, ¿allí conoceré a tu padre? Porque entonces ya no me importa morir». Siempre le respondí que sí, sin dudar. De otra manera, ¿cómo podría haber salvación real y verdadera? Ahí radica, precisamente, la diferencia entre la esperanza cristiana, apoyada en la comunión personal con Dios, y el nirvana budista, que insiste en la disolución de la propia persona.
Una aplicación decisiva es evidente: no celebramos la Eucaristía por nuestro hermano difunto, sino con nuestro hermano difunto. El difunto o la difunta no es simple recuerdo o un objeto pasivo, ni alguien indiferente, sordo y ciego ante nuestra presencia, sino que, igual que Cristo, desde su estar en Dios, aunque nosotros no lo podamos ver o sentir, constituye una presencia máxima, amor que abraza a todos, ya libre de limitaciones y egoísmos. Celebrar su muerte y resurrección significa, con toda verdad, que podemos hablar con ellos sabiendo que nos escuchan, comulgar con ellos sabiendo que nos aman más que nunca, vivir —en el misterio, pero también en la alegría de la fe— su misma vida, que es la vida eterna, la vida de Dios en todos.
• Andres Torres Queiruga (La Coruña 1940) sacerdote, filósofo y teólogo, ha publicado innumerables libros y artículos en gallego y en castellano desde los años 70, algunos con el título Repensar la revelación, Repensar la resurrección, en el que expresa estas ideas sobre la celegración de los difuntos.
• Celebración de los muertos a orillas del lago de Pátzcuaro, México, y en Kioto, Japón.
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